Ya sabemos que el miedo a la muerte en verdad es miedo a la soledad hasta de uno mismo. Que es la verdadera soledad. Esa que raspa desde el hueso el reverso de la piel. Ese grito mordaza: estoy acá, no me dejen todavía no he partido. Es tan claro, desde el alarido que lo nuestro es perder que uno al principio acepta las despedidas de los más viejos. Es más, descubre que el cuerpo se detiene y vuelve de cera. Se acerca y puede tocar el cachete de la bisabuela que se durmió una tarde de junio en el campo de margaritas. Ahí queda su cuerpo encorvado. Era su hora de descansar. Luego los pichones de gorrión caídos del nido. Amanecían patas para arriba de frío y de torpeza. No hay como el pico de una madre: pensé. Llegaron los perritos . El perro negro que se fue a morir solo. Y luego todos los demás. La muerte no es nadie. Es la falta de alguien que se empecina y no fijar ausencia, ...