Ya sabemos que el miedo a la muerte
en verdad es miedo a la soledad
hasta de uno mismo. Que es la verdadera
soledad. Esa que raspa desde el hueso
el reverso de la piel. Ese grito
mordaza: estoy acá, no me dejen
todavía no he partido.
Es tan claro, desde el alarido que lo nuestro
es perder que uno al principio acepta
las despedidas de los más viejos.
Es más, descubre que el cuerpo se detiene
y vuelve de cera. Se acerca y puede tocar
el cachete de la bisabuela que se durmió una tarde
de junio en el campo de margaritas.
Ahí queda su cuerpo encorvado. Era su hora de descansar.
Luego los pichones de gorrión caídos del nido.
Amanecían patas para arriba de frío y de torpeza.
No hay como el pico de una madre: pensé.
Llegaron los perritos . El perro negro que se fue
a morir solo. Y luego todos los demás.
La muerte no es nadie. Es la falta de alguien
que se empecina
y no fijar ausencia, decir: me voy a dar una vuelta a ver como está.
y no fijar ausencia, decir: me voy a dar una vuelta a ver como está.
Pero no está y no estará más.
Se corta la respiración de pensar que tanta gente
faltará del mundo
y el mundo empobrecido entonces llorará
llenando el surco con palabras
porque el lenguaje es así
te llena por un momento
la panza
con hambre
de gente que se irá.
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