Corre encapuchado. Lo siguen dos caballos negros. O él sigue a los caballos. Siempre soñó, a gran velocidad, conducir un caballo.Se detiene. Corre, corre, corre. Encima ya de un caballo negro. A pelo. Va por la costa Africana. Feliz. Encontrará petróleo. Será rico. Un negro rico. Corre corre. Con el caballo encima de la cabeza. Abajo, el que soporta el peso. Entre el yunque y el estribo la Sonata nro 23. Esas hechiceras lo llevan a sitios mágicos. En los que la legua mide un milímetro. Un mapa es el territorio. Entre las piernas que ya son del caballo tiene la inteligencia de los cascos. El mar es una placa cerúlea. Un vector. La sensación extraña de ser una sonata. Y no discriminar textura: entre caballo, ella, yo. Costa africana.
Lo veía llegar cargado con las bolsas del supermercado para llenar la heladera. Rápidamente, desenfundar el cuchillo de cortar carne para hacer un estofado, con zanahorias y cebolla de verdeo. Un toque de malbec y mucho malbec en las copas. Mirábamos el cambio de estación desde el ventanal y soñábamos con envejecer juntos. Yo dije que sí a todo pero dudando sobre lo de envejecer. No quiero estar para eso. Después comíamos vorazmente como si hubiéramos salido de caza y teníamos que acumular esa carne en los músculos para poder hacer frente a un invierno crudo a la intemperie. Malbec nos ponía contentos. Yo veía todo más hipermétrope . Había algo de distorsión en el futuro también. Las ollas quedaban sucias para el otro día. Las hornallas pedían un poco descanso. La mesa vestida con un mantel que ni ella reconocía en su memoria de mesa. La noche se hacia de día. Eran columnas de luz heridas por el fósforo de la petroquímica. Me ponía la placa de bruxismo y me ocultaba en un edredón inver...
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